EL CONCIERTOde Augusto Monterroso
Dentro de escasos minutos ocupará con elegancia su
lugar ante el piano. Va a recibir con una inclinación casi imperceptible el
ruidoso homenaje del público. Su vestido, cubierto con lentejuelas, brillará
como si la luz reflejara sobre él el acelerado aplauso de las ciento diecisiete
personas que llenan esta pequeña y exclusiva sala, en la que mis amigos
aprobarán o rechazarán—no lo sabré nunca—sus intentos de reproducir la más bella
música, según creo, del mundo.
Lo creo, no lo sé. Bach, Mozart,
Beethoven. Estoy acostumbrado a oír que son insuperables y yo mismo he llegado a
imaginarlo. Y a decir que lo son. Particularmente preferiría no encontrarme en
tal caso. En lo íntimo estoy seguro de que no me agradan y sospecho que todos
adivinan mi entusiasmo mentiroso.
Nunca he sido un amante del arte. Si
a mi hija no se le hubiera ocurrido ser pianista yo no tendría ahora este
problema. Pero soy su padre y sé mi deber y tengo que oírla y apoyarla. Soy un
hombre de negocios y sólo me siento feliz cuando manejo las finanzas. Lo repito,
no soy artista. Si hay un arte en acumular una fortuna y en ejercer el dominio
del mercado mundial y en aplastar a los competidores, reclamo el primer lugar en
ese arte.
La música es bella, cierto. Pero
ignoro si mi hija es capaz de recrear esa belleza. Ella misma lo duda. Con
frecuencia, después de las audiciones, la he visto llorar, a pesar de los
aplausos. Por otra parte, si alguno aplaude sin fervor, mi hija tiene la
facultad de descubrirlo entre la concurrencia, y esto basta para que sufra y lo
odie con ferocidad de ahí en adelante. Pero es raro que alguien apruebe
fríamente. Mis amigos más cercanos han aprendido en carne propia que la frialdad
en el aplauso es peligrosa y puede arruinarlos. Si ella no hiciera una señal de
que considera suficiente la ovación, seguirían aplaudiendo toda la noche por el
temor que siente cada uno de ser el primero en dejar de hacerlo. A veces esperan
mi cansancio para cesar de aplaudir y entonces los veo cómo vigilan mis manos,
temerosos de adelantárseme en iniciar el silencio. Al principio me engañaron y
los creí sinceramente emocionados: el tiempo no ha pasado en balde y he
terminado por conocerlos. Un odio continuo y creciente se ha apoderado de mí.
Pero yo mismo soy falso y engañoso. Aplaudo sin convicción. Yo no soy un
artista. La música es bella, pero en el fondo no me importa que lo sea y me
aburre. Mis amigos tampoco son artistas Me gusta mortificarlos, pero no me
preocupan.
Son otros los que me irritan. Se
sientan siempre en las primeras filas y a cada instante anotan algo en sus
libretas. Reciben pases gratis que mi hija escribe con cuidado y les envía
personalmente. También los aborrezco. Son los periodistas. Claro que me temen y
con frecuencia puedo comprarlos. Sin embargo, la insolencia de dos o tres no
tiene límites y en ocasiones se han atrevido a decir que mi hija es una pésima
ejecutante. Mi hija no es una mala pianista. Me lo afirman sus propios maestros.
Ha estudiado desde la infancia y mueve los dedos con más soltura y agilidad que
cualquiera de mis secretarias. Es verdad que raramente comprendo sus
ejecuciones, pero es que yo no soy un artista y ella lo sabe bien.
La envidia es un pecado detestable.
Este vicio de mis enemigos puede ser el escondido factor de las escasas críticas
negativas. No sería extraño que alguno de los que en este momento sonríen, y que
dentro de unos instantes aplaudirán, propicie esos juicios adversos. Tener un
padre poderoso ha sido favorable y aciago al mismo tiempo para ella. Me pregunto
cuál sería la opinión de la prensa si ella no fuera mi hija. Pienso con
persistencia que nunca debió tener pretensiones artísticas. Esto no nos ha
traído sino incertidumbre e insomnio Pero nadie iba ni siquiera a soñar, hace
veinte años, que yo llegaría adonde he llegado. Jamás podremos saber con
certeza, ni ella ni yo, lo que en realidad es, lo que efectivamente vale. Es
ridícula, en un hombre como yo, esa preocupación.
Si no fuera porque es mi hija
confesaría que la odio. Que cuando la veo aparecer en el escenario un
persistente rencor me hierve en el pecho, contra ella y contra mí mismo, por
haberle permitido seguir un camino tan equivocado. Es mi hija, claro, pero por
lo mismo no tenía derecho a hacerme eso.
Mañana aparecerá su nombre en los
periódicos y los aplausos se multiplicarán en letras de molde. Ella se llenará
de orgullo y me leerá en voz alta la opinión laudatoria de los críticos. No
obstante, a medida que vaya llegando a los últimos, tal vez a aquellos en que el
elogio es más admirativo y exaltado, podré observar cómo sus ojos irán
humedeciéndose, y cómo su voz se apagará hasta convertirse en un débil rumor, y
cómo, finalmente, terminará llorando con un llanto desconsolado e infinito. Y yo
me sentiré, con todo mi poder, incapaz de hacerla pensar que verdaderamente es
una buena pianista y que Bach y Mozart y Beethoven estarían complacidos de la
habilidad con que mantiene vivo su mensaje.
Ya se ha hecho ese repentino silencio que presagia
su salida. Pronto sus dedos largos y armoniosos se deslizarán sobre el teclado,
la sala se llenará de música, y yo estaré sufriendo una vez más.
ACTIVIDAD:
Buenas tardes mis queridos
poetas, en el día de hoy les voy a realizar la lectura del cuento “El concierto”
de Augusto Monterroso con el fin de que observen la fusión entre música y
literatura y a partir de este ejemplo, construyan
una propuesta estética bien sea cuento, novela, poema o crónica desde un género
o tema musical seleccionado por ustedes, por favor miren en la página principal
el cuento que creé a partir de un poema de Oliverio Girondo entrelazando dichos
aspectos, la entrada se llama “La mujer que vuela”. Este ejercicio, debe ser montado como una
grabación en el programa audacity, se calificarán la dicción, creatividad para
la puesta en escena de la historia, estructura narrativa y originalidad al
trabajar el tema.
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